Un relato para no decaernos
AUNQUE estamos lejos de reunir las grandes colecciones de accesorios que los pescadores acumulan con asombroso fervor para su deporte, los cazadores también llegamos al punto de necesitar armarios y baúles especiales para guardar el cúmulo de equipo que con los años atesoramos.
Raro es aquel que se satisface con las armas adquiridas. Sabe que hay cada vez armas mejores, por lo menos novedosas, con tecnología más desarrollada. Por ejemplo, escopetas con sistema de gas para reducir la “patada”; rifles de mayor precisión de disparo que apenas pesan; pistolas y revólveres cuya potencia se ha incrementado en todos sus calibres. Algunas son carísimas; otras, no tanto. Permanece, sin embargo, el apego a las armas a las que por eficiencia o resignación se les tiene en cierta estima. Se compran menos de las que se desean, pero más de las que se necesitan.
Se compren o no armas nuevas, de pronto un cazador se percata del pequeño universo que ha formado con los años: ropa, calzado, mochilas, casas de campaña, cuchillos y navajas (de estas, hay galaxias enteras) y machetes; cantimploras, fundas y estuches del arsenal, señuelos, reclamos, blinds portátiles (sustitutos ligeros de los tradicionales baluartes), hieleras, gorras, linternas, binoculares, miras telescópicas; aceites lubricantes de protección, equipo de limpieza de armas, repelentes de insectos, cámaras fotográficas y de video, botiquines; álbumes de fotos, libros, revistas, discos compactos de caza y armas; anillos pateros y palomeros, chalecos, chamarras, guantes, chokes o boquillas de escopeta, bandoleras y cartucheras. Y, claro, el vehículo y toda la parafernalia que se le va agregando para convertirlo en un santuario de la aventura.
Días antes del inicio de la temporada de caza, que son los que corren, el cazador habrá ya revisado cada uno de esos objetos extravagantes. Extravagantes, digo, para quien es ajeno al universo de la cinegética. Cuando veo a mis compañeros de caza, amigos excelentes, preparar sus arreos, cuando me veo a mí mismo en semejantes tareas, sólo se me ocurre compararnos, por el cuidado y fervor de la labor, con los sacerdotes que sin excepción manipulan y limpian cálices, patenas y vinageras con tanto esmero y respeto, para luego guardarlos en el sagrario. Y por la veneración con que toman los objetos del altar. También con fervor de clérigo, el cazador maneja sus arreos, guardadas, por supuesto, las distancias entre los objetos sacros y los tan mundanos de las armas y sus accesorios, que sin embargo son también “sagrados” para sus dueños.
En esa monarquía que gobierna manías, desvelos y cuidados del cazador, existe un soberano, un monarca, sin el cual las armas serían sólo “fierros” inútiles: el cartucho. Decenas de marcas, calibres, cargas de pólvora y munición, variedades de puntas -en el caso de los de rifle-, cascos y longitudes, volverían loco a un lego, pero en el tirador hacen brotar una pasión que pareciera contenida desde tiempo inmemorial.
Los escopeteros suelen tener sus cartuchos preferidos y defienden con furor de libertarios los que la experiencia les ha enseñado como mejores para esta o aquella especie a cazar. Que si los Águila, los CI, los Remington, los Winchester, los Fiocchi, los JG, los GB, los Federal, los… Para infortunio de los cazadores y tiradores, la mayoría de las marcas hay que comprarlas fuera y a la primera oportunidad que se presente.
Como fuere, llegado el día de inicio de la temporada -el famoso open day que entre los pateros gringos es ritual sagrado-, quien no esté surtido de cartuchos bien podría pronunciar aquella famosa frase del Peje antes de ser candidato presidencial: “A mí denme por muerto”.
Uno de los gastos más onerosos de los escopeteros es el de los cartuchos. Según la marca y la disponibilidad en el mercado, un millar de ellos ronda entre los 5 mil y 8 mil pesos. Hay temporadas y formas de caza -el tiro al vuelo, por ejemplo- en que esa cantidad resulta insuficiente, más por los tiros errados que por las piezas cazadas.
Así como entre el arma inanimada, pero que cobra vida en los cazaderos, y su dueño llega a establecerse una bizarra relación de camaradería (han de estar locos los cazadores, dirá alguien ajeno a la cinegética), con el cartucho se necesita entablar una relación de confianza plena, una suerte de trato en que la munición dice: “si me prefieres, te seré fiel, a cambio de que me seas incondicional”.
Y es verdad: he visto excelentes cazadores y tiradores que al cambiar de cartucho su eficiencia se desploma como un ave impactada de lleno en pleno vuelo. Baja el porcentaje de aciertos y quieren correr de regreso a su marca favorita, su velocidad preferida y sus cargas de pólvora y perdigones que consideran las convenientes. De nuevo en sus armas, retornan a los grandes disparos de siempre: la fe renace como desde el fondo de un alma que superó sus tribulaciones y el voto de fidelidad se renueva y fortalece. No es que sean conservadores a ultranza, sino que encontrar el cartucho ideal cuesta años de ensayo y error.
Desde la perspectiva de un cazador, hasta hay deleite en los colores. Rojos en al menos tres tonos, verdes claros y opacos, anaranjados tenues o brillantes, blancos de plano o casi translúcidos, amarillos, azules, los cartuchos de escopeta complacen a la vista. La gama de colores y tonos sirven, a quien los conoce bien, para diferenciarlos rápidamente. Pero para un inexperto, aquello se acerca más a un cuadro abstracto que a un objeto inteligible.
Cierta vez, fue invitado a mi grupo un buen amigo que sin ser cazador gusta de salir con nosotros porque, como en casi toda pandilla cinegética, el ambiente de camaradería es atractivo adicional, con mucho, a la caza misma. Como hace gala de un excelente sentido del humor y de la ironía, que son las características de quienes formamos este grupo nuestro, siempre es bien recibido.
Preparábamos, pues, a pie de campo las armas y salieron a relucir unos cartuchos españoles muy eficaces: verdes unos y anaranjados otros. El invitado, desconocedor de la parafernalia cartucheril, tuvo curiosidad por los vivos colores y preguntó a René, quien tiene una mente ágil y veloz como relámpago: “Padrino -dijo- ¿por qué unos cartuchos son verdes y otros anaranjados?”. “Mira, ahijado, es que los verdes son de esta temporada y los anaranjados del año pasado”. “¿Y eso que tiene qué ver, padrino?”. “Bueno -respondió paternalmente René, investido de la autoridad que da la experiencia y con toda solemnidad-, es que los de esta temporada están verdes, tiernitos, y los anaranjados son de la pasada y como puedes ver ya se maduraron”.
Todo mundo soltó la carcajada ante la ocurrencia, y al ahijado, ya metido en la broma, no le quedó sino responder: “Padrino, con todo respeto, vaya usted mucho a…cazar sus huilotitas”.
El cartucho de escopeta -y en su caso, el de los rifles- son el alma de la caza: se les ama a unos o se les aborrece a otros, según le resulte a cada cual. No hay medias tintas y hay quienes los distinguen hasta por el sonido que provocan al disparo. Al menos, eso dicen a los demás en un dejo de alarde.
Y es precisamente esa música de ángeles, esa sinfonía wangeriana, la que comenzaremos a escuchar en unos días más, los benditos y afortunados a quienes la caza nos bulle en la sangre para deleite de nuestras vidas. La temporada que esperamos por meses, ha llegado por fin.