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Esperando a que la guerra termine

darkkiller

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El gusto por las armas es una aficion que me ha acompañado desde siempre, es normal ponerse a leer o investigar, y en uno de tantos vagabundeos ciberneticos me encontre con una serie de fotos impactantes, no solo por lo que representa ese periodo de nuestra historia, sino por lo fragiles que somos, hasta donde llevamos nuestros ideales y los conflictos que nosotros creamos, reproduzco la informacion tal como la encontre, saludos...
"*Esperando a que la Guerra Termine: Excavaciones en Campos de Batalla*
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Mas de 100 milones de soldados pelearon durante la 2º Guerra Mundial de todas las nacionalidades: alemanes, americanos, britanicos y sovieticos, españoles e hindúes. Todos peleando por un ideal o por la leva, defendiendo su patria o buscando la expansión de la misma. Todos hombres y mujeres con vidas, con sueños y esperanzas esposas, hijos, padres y hermanos. De todos estos hombres mas de 20 millones cayeron en el frente o se convirtieron en Perdidos en Acción: palabras de esperanza para las familias que casi siempre significaban la muerte del soldado en algún lejano paraje olvidado por la humanidad.
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*Soldado Soviético caído en su trinchera, junto a él se halla su PPsh*
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*Restos de una carga Banzai de soldados Japoneses, al centro se distingue la katana del oficial*

El dia de hoy es muy fácil hallar en la red varios sitios con fotografías de dichas excavaciones, es cautivador para los entusiastas de la historia el poder casi palpar la tierra húmeda e ir descubriendo poco a poco lo que no ha visto la luz del día durante décadas o centenares de años.
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*Baúl hallado en Rusia. Al abrirlo encontraron lo efectos personales de un Oficial Médico de la Wehrmacht. Todos los artículos se hallaban como si hubieran sido enterrados ayer*
 
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*Par de soldados caídos, uno un SS granadero como lo indica el anillo y el otro un Soviético*
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El motivo del presente artículo es solamente recordar que es fácil para el historiador militar el despersonalizar los numeros, por ejemplo pensar que durante la batalla de Stalingrado cayeron mas de 200,000 miles de soldados alemanes. cada una de aquellas bajas fueron hombres como tu o como yo, que escucharon el llamado de la patria y nunca volvieron a casa.
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*Hebillas de la Wehrmacht, Cruces de Hierro de 1º Clase, Distintivos de Herido, Medalla al servicio de la WH y Chapas de identidad de Cazadores*
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*Colección de Cascos Alemanes con sus Chapas de Identidad, algunos muestran orificios de entrada de bala.*
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*Cada Chapa de Identidad es un Soldado Caído*
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*Soldado de las SS Caído. Se puede Apreciar su cinturón con la Hebilla de las SS, Cruz de Hierro de 1º Clase, Chapa de Identidad, Distintivo de Herido, Marmita Kochgeschirr y Cantimplora,*
 
*Efectos Personales*
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*Anillo de Matrimonio en la Falange del propietario.*
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*Libro escrito en Ruso.*
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*Anillo Conmemorativo de la Captura de Atenas en 1941. Ésta clase de piezas eran mandadas a hacer por cada soldado individualmente*
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*Rosario católico*
 
wwwwwwooooooooooowwwwww felicidades excelnete post que te armaste¡¡¡¡¡ me gusto bastante......... seria mucho pedirte que nos compartieras la liga de esto? debe de haber mas informacion escrita al respecto me parece muy interesante, FELICIDADES¡¡¡¡¡¡
 
no cabe duda que como humanidad estamos locos y ahora al borde de la 3ra guerra mundial, nomas no entendemos
 
1. GETTYSBURG Y AHORA*
Este discurso fue pronunciado el 3 de julio de 1988, ante unas 30.000 personas, con motivo del 125.° aniversario de la batalla de Gettysburg y la nueva consagración del cementerio de la Paz de la Luz Eterna, en el Parque Militar Nacional de Gettysburg, Pennsylvania. Cada cuarto de siglo, el cementerio de la Paz es objeto de una nueva dedicatoria; los presidentes Wilson, Franklin Roosevelt y Eisenhower fueron los oradores anteriores.
De Lend Me Your Ears: Great Speeches in History, seleccionados y presentados por William Safire,
Nueva York, W. W. Norton, 1992
Aquí murieron o fueron heridos 51.000 seres humanos, antepasados de algunos de nosotros, hermanos de todos. Éste fue el primer ejemplo de una guerra plenamente industriali¬zada, con armas producidas por máquinas y transporte ferro¬viario de hombres y equipos. Representó el primer atisbo de una época que había de llegar, la nuestra; un indicio de lo que podía ser capaz la tecnología con fines bélicos. Aquí se empleó el nuevo fusil Spencer de repetición. En mayo de 1863, un globo de reconocimiento del ejército del Potomac detectó movimientos de tropas confederadas al otro lado del río Rappahannock, el comienzo de la campaña que condujo a la bata¬lla de Gettysburg. Ese globo era un precursor de las fuerzas aéreas, los bombarderos estratégicos y los satélites de recono¬cimiento.
En los tres días que duró la batalla de Gettysburg se em¬plearon unos cuantos centenares de piezas de artillería. ¿Qué podían hacer? ¿Cómo era entonces la guerra? He aquí las pa¬labras de un testigo ocular, Frank Haskel, de Wisconsin, que combatió en las fuerzas de la Unión, acerca de la pesadilla de las granadas que caían del cielo. Están tomadas de una carta dirigida a su hermano:
Con frecuencia no podíamos ver la granada hasta que es¬tallaba, pero en ocasiones, cuando mirábamos hacia el enemi¬go por encima de nuestras cabezas, su aproximación era anunciada por un silbido prolongado que siempre se me an¬tojaba como una línea de algo tangible terminada en una esfe¬ra negra, tan peculiar al ojo como había sido su sonido al oído. La granada parecía detenerse y quedar suspendida en el aire durante un instante para luego desaparecer entre el fuego, el humo y el ruido [...]. A menos de diez metros de nosotros estalló una entre unos matorrales donde aguardaban sentados tres o cuatro asistentes que cuidaban de los caballos. Mató a dos de los hombres y una cabalgadura.
Éste fue un hecho típico de la batalla de Gettysburg. Algo semejante se repetiría miles de veces. Aquellos proyec¬tiles balísticos, lanzados por cañones que ahora se ven por doquier en este cementerio tenían, en el mejor de los casos, un alcance de pocos kilómetros. La cantidad de explosivo en la más temible de aquellas granadas era de 10 kilos aproxima¬damente, una centésima de tonelada de TNT. Bastaba para matar unas cuantas personas.
Los explosivos químicos más potentes, empleados 80 años más tarde durante la Segunda Guerra Mundial, fueron las bombas rompe manzanas, así llamadas porque podían des¬truir todo un bloque de edificios. Lanzadas desde aviones, tras un viaje de centenares de kilómetros, contenían 10 tone¬ladas de TNT, mil veces más que el arma más poderosa de la batalla de Gettysburg. Una rompe manzanas era capaz de matar unas cuantas docenas de personas.
Justo al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos empleó las primeras bombas atómicas para aniquilar dos ciudades japonesas. Cada una de esas armas, lanzadas tras un vuelo de más de 1.500 kilómetros, tenía una potencia equivalente a la de unas 10.000 toneladas de TNT, suficiente para matar a unos cuantos centenares de miles de personas. Una sola bomba.
Pocos años más tarde Estados Unidos y la Unión Sovié¬tica desarrollaron las primeras armas termonucleares, las bombas de hidrógeno. Algunas poseían una potencia explo¬siva equivalente a la de 10 millones de toneladas de TNT, su¬ficientes para matar unos cuantos millones de personas. Una sola bomba. Ahora es posible lanzar armas nucleares estraté¬gicas hacia cualquier lugar del planeta. Toda la Tierra es ya un potencial campo de batalla.
Cada uno de esos triunfos tecnológicos hizo progresar el arte de la muerte en masa en un factor de mil. De Gettysburg a la rompe manzanas, una energía explosiva mil veces mayor, de la rompe manzanas a la bomba atómica, mil veces más, y de la atómica a la bomba de hidrógeno, otras mil veces más. Mil veces mil veces mil son mil millones; en menos de un si¬glo el arma más temible se ha hecho mil millones de veces más mortal. Sin embargo, nuestra prudencia no ha progresa¬do mil millones de veces en las generaciones desde Gettys¬burg hasta ahora.
Las almas de los que aquí perecieron juzgarían indecible la carnicería de la que ahora somos capaces. Estados Unidos y la Unión Soviética han minado ya nuestro planeta con casi 60.000 armas nucleares. ¡Sesenta mil! Incluso una pequeña fracción de los arsenales estratégicos podría indiscutiblemen¬te aniquilar a las dos superpotencias contendientes, proba¬blemente destruir la civilización global y quizás hasta extin¬guir la especie humana. Ninguna nación ni hombre alguno debe tener tal poder. Distribuimos por todo nuestro frágil mundo esos instrumentos del Apocalipsis y lo justificamos diciendo que nos dan seguridad. Es un negocio de locos.
Las 51.000 bajas de Gettysburg representaron un tercio del ejército de la Confederación y una cuarta parte del de la Unión. Todos los que murieron, con una o dos excepciones, eran soldados. La excepción más conocida es la de una mujer que, dentro de su propia casa, se disponía a cocer pan y fue muerta por una bala que atravesó dos puertas; se llamaba Jennie Wade. En una guerra termonuclear global, en cambio, casi todas las bajas serían civiles, hombres, mujeres y niños, incluyendo un vasto número de ciudadanos de naciones que no habrían participado en el enfrentamiento previo a la con¬tienda, muy alejadas de la «zona diana» en la latitud media septentrional. Habría miles de millones de Jennie Wade. Todo el mundo corre ahora ese riesgo.
En Washington hay un monumento dedicado a los nor¬teamericanos que murieron en la más reciente de las grandes guerras estadounidenses, la del Sureste asiático. Allí perecie¬ron 58.000 norteamericanos, cifra no muy diferente de la de las bajas de Gettysburg (ignoro, como con harta frecuencia hacemos, a uno o dos millones de vietnamitas, laosianos y camboyanos que también perecieron en esa contienda). Pen¬semos en ese monumento oscuro, sombrío, bello, emotivo, impresionante. Piensen en su longitud; en realidad, no mu¬cho mayor que la de una calle suburbana. 58.000 nombres. Imaginemos ahora que seamos tan estúpidos o negligentes como para permitir que haya una conflagración nuclear y que después se construye un monumento similar. ¿Qué lon¬gitud debería tener para acoger los nombres de todos los que morirían en una gran guerra nuclear? Cerca de 1.500 kiló¬metros. Llegaría desde aquí, en Pennsylvania, hasta Missouri. De todas formas, es seguro que no habría nadie para cons¬truirlo y pocos quedarían para leer la lista de los caídos.
En 1945, al concluir la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética eran virtualmente invulnerables. Estados Unidos, limitado al este y al oeste por océanos vas¬tos e infranqueables, al norte y al sur por vecinos débiles y amigos, tenía las fuerzas armadas más eficaces y la economía más sólida del planeta. No había nada que temer. Después, construimos armas nucleares junto con sus sistemas de lan¬zamiento. Iniciamos y alentamos vigorosamente una carrera de armamento con la Unión Soviética. Una vez desencadena¬da, todos los ciudadanos estadounidenses pusieron sus vidas en manos de los dirigentes de la Unión Soviética. Incluso ahora, tras el final de la guerra fría, tras el final de la Unión Soviética, si Moscú decide que debemos morir, estaremos muertos en 20 minutos. En una simetría casi perfecta, la Unión Soviética poseía en 1945 el mayor ejército en pie de guerra del mundo y carecía de amenazas militares que la in¬quietaran. Se sumó a Estados Unidos en la carrera nuclear, de manera que en la Rusia de hoy la vida de todos se encuen¬tra en manos de los dirigentes de Estados Unidos. Si Wash¬ington decide que deben morir, estarán muertos al cabo de 20 minutos. La existencia de cada norteamericano y de cada ruso depende ahora de una potencia extranjera. Ya dije que éste es un negocio de locos. Nosotros —estadounidenses, ru¬sos— hemos invertido 43 años y un vasto tesoro nacional en hacernos perfectamente vulnerables a un aniquilamiento instantáneo. Lo hemos hecho en nombre del patriotismo y de la «seguridad nacional», así que nadie está al parecer auto¬rizado a discutirlo.
Dos meses antes de Gettysburg, el 3 de mayo de 1863, la Confederación logró una victoria en la batalla de Chancellorsville. En la noche de luna que siguió al choque, cuando el general Stonewall Jackson y su estado mayor regresaban a las líneas de los confederados fueron confundidos con la ca¬ballería de la Unión. Jackson resultó herido de muerte por dos balas debido a un error de sus propios soldados.
Cometemos errores. Matamos a los nuestros.
Hay quienes afirman que, puesto que no se ha producido todavía una guerra nuclear accidental, tienen que ser adecua¬das las precauciones adoptadas para evitarla. Sin embargo, aún no hace tres años fuimos testigos de los desastres del transbordador espacial Challenger y de la central nuclear de Chernobil, dos sistemas de alta tecnología, uno norteameri¬cano, otro soviético, en los que se habían invertido enormes cantidades de prestigio nacional. Había razones apremiantes para prevenir esos desastres. En los años anteriores, funcio¬narios de ambas naciones afirmaron con seguridad que no podían suceder accidentes de ese tipo. No temamos por qué preocuparnos. Los expertos no permitirían que se produjera un accidente. Desde entonces hemos aprendido que esas se¬guridades no valen gran cosa.
Cometemos errores. Matamos a los nuestros.
Éste es el siglo de Hitler y de Stalin, prueba —si es que se requiere alguna— de que unos locos pueden apoderarse de las riendas del poder en los modernos estados industriales. Si admitimos un mundo con casi 60.000 armas nucleares, esta¬mos apostando nuestra vida a la afirmación de que ningún dirigente presente o futuro, militar o civil de Estados Uni¬dos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia, China, Israel, India, Pakistán, Sudáfrica y cualesquiera otras potencias nucleares que pueda haber, se apartará de las normas más es¬trictas de prudencia. Nos fiamos de su cordura y sobriedad, incluso en momentos de gran crisis personal y nacional; de las de todos y cada uno, para siempre. Creo que es pedir¬nos demasiado. Porque cometemos errores. Matamos a los nuestros.
La carrera de las armas nucleares y la concomitante guerra fría cuestan algo. No nos salen gratis. ¿Cuál ha sido el precio de la guerra fría, aparte de privar a la economía civil de inmensos recursos fiscales e intelectuales, y del coste psíqui¬co de vivir bajo la espada de Damocles?
Entre el comienzo de la guerra fría en 1946 y su final en 1989, Estados Unidos invirtió más de 10 billones de dólares (de 1989) en su enfrentamiento global con la Unión Soviéti¬ca. De esta suma, una tercera parte, como mínimo, fue gasta¬da por la administración Reagan, que incrementó la deuda nacional más que todos los anteriores gobiernos desde la época de George Washington. Al comienzo de la guerra fría, y en cualquier aspecto significativo, la nación resultaba into¬cable para cualquier fuerza militar extranjera. Ahora, tras el gasto de este inmenso tesoro nacional (y a pesar de que haya concluido la guerra fría), Estados Unidos es vulnerable a un aniquilamiento virtualmente instantáneo.
Una empresa que consumiera su capital de modo tan te¬merario y con tan escasos resultados, habría entrado en ban¬carrota hace mucho tiempo. Unos ejecutivos que no consi¬guieran advertir un fiasco tan claro de su política empresarial habrían sido destituidos por los accionistas hace mucho tiempo.
¿Qué otra cosa podría haber hecho Estados Unidos con ese dinero? (No todo, puesto que, desde luego, resulta nece¬saria una prudente defensa, pero digamos la mitad.) Con un poco más de cinco billones de dólares, diestramente inverti¬dos, habríamos realizado quizá grandes progresos en pro de la eliminación del hambre, la escasez de viviendas, las enfer¬medades infecciosas, el analfabetismo, la ignorancia, la po¬breza y la salvaguardia del medio ambiente, no sólo en Estados Unidos, sino en el mundo entero. Podríamos haber contribuido a que el planeta fuese autosuficiente en el plano agrícola y a erradicar muchas de las causas de la violencia y la guerra. Todo eso podría haber sido realidad con un beneficio enorme para la economía norteamericana. Habríamos sido capaces de reducir considerablemente la deuda nacional. Por menos de una centésima parte de ese dinero podríamos haber organizado un programa internacional a largo plazo para la exploración tripulada de Marte. Con una pequeña fracción de ese dinero podrían subvencionarse durante décadas prodi¬gios de la inventiva humana en el arte, la arquitectura, la me¬dicina y las ciencias. Habría habido espléndidas oportunida¬des tecnológicas y de progreso.
¿Hemos sido prudentes al gastar tanto de nuestras vastas riquezas en los preparativos y la parafernalia de la guerra? En el momento presente nuestros gastos militares siguen estan¬do dentro de la escala de la guerra fría. Hemos hecho un ne¬gocio de locos. Nos hemos trabado en un abrazo mortal con la Unión Soviética, alentado siempre cada bando por los nu¬merosos entuertos del otro; pensando casi siempre a corto plazo —en la próxima elección legislativa o presidencial, en el siguiente congreso del partido— sin contemplar casi nunca la perspectiva.
Dwight Eisenhower, que estuvo estrechamente ligado a esta comunidad de Gettysburg, declaró: «El problema de los gastos de la defensa consiste en determinar hasta dónde se puede llegar sin destruir desde dentro lo que se trata de de¬fender frente al exterior.» Afirmo que hemos ido demasiado lejos.
¿Cómo salir de este trance? Un tratado general de prohi¬bición acabaría con todas las futuras pruebas de armas nuclea¬res, que son el principal impulsor tecnológico de la carrera de armamento nuclear en ambos bandos. Tenemos que aban¬donar la idea, ruinosamente cara, de la Guerra de las Gala¬xias, que no puede proteger la población civil frente a una conflagración atómica y que mengua, en vez de acrecentar, la seguridad nacional de Estados Unidos. Si deseamos promo¬ver la disuasión, existen medios mucho mejores de conseguir¬la. Tenemos que llevar a cabo reducciones bilaterales, a gran escala, verdaderas y minuciosamente inspeccionadas en los arsenales nucleares estratégicos y tácticos de Estados Unidos, Rusia y otras naciones. (Los tratados INF y START* repre¬sentan pequeños pasos, pero en la dirección oportuna.) Eso es lo que deberíamos hacer.
En realidad, las armas nucleares son relativamente ba¬ratas. El capítulo más costoso ha sido, y sigue siendo, el de las fuerzas militares convencionales. Ante nosotros se pre¬senta una oportunidad extraordinaria. Rusos y norteamerica¬nos han emprendido grandes reducciones de fuerzas conven¬cionales en Europa. Habría que extenderlas a Japón, Corea y otras naciones perfectamente capaces de defenderse por sí mismas. Tal reducción de fuerzas convencionales no sólo be¬neficia la paz, sino también la salud de la economía estadou¬nidense. Debemos encontrarnos con los rusos a mitad de ca¬mino.
El mundo actual gasta un billón de dólares al año en pre¬parativos militares, la mayor parte en armas convencionales. Estados Unidos y Rusia son los principales mercaderes de ar¬mas. Gran parte de ese dinero se gasta sólo porque las nacio¬nes del mundo son incapaces de dar el insoportable paso de la reconciliación con sus adversarios (y en algunos casos porque los gobiernos necesitan fuerzas con las que reprimir e intimi¬dar a sus propios pueblos). Ese billón anual de dólares quita alimentos de las bocas de los pobres y mutila economías potencialmente eficaces. Es un despilfarro escandaloso y no de¬beríamos fomentarlo.
Ha llegado la hora de aprender de los que aquí cayeron, y de actuar en consecuencia.
En parte, la guerra civil estadounidense tenía que ver con la libertad, con la extensión de los beneficios de la Revolu¬ción Americana a todos los ciudadanos, con hacer valer esa promesa trágicamente incumplida de «libertad y justicia para todos». Me preocupa la falta de reconocimiento de las pautas históricas. Los que hoy luchan por la libertad no llevan tri¬cornios ni tocan el pífano y el tambor. Visten otras indumen¬tarias, puede que hablen otras lenguas, que tengan otras reli¬giones y que sea diferente el color de su piel, pero el credo de la libertad nada significa si es sólo nuestra propia libertad la que nos interesa. Hay por doquier gentes que claman: «Nin¬gún impuesto sin representación», y en el África occidental y oriental, tanto en la orilla occidental del río Jordán como en el este de Europa y en América Central, son cada vez más los que gritan: «Libertad o muerte.» ¿Por qué somos incapaces de escuchar a la mayoría? Nosotros, los norteamericanos, disponemos de medios de persuasión poderosos y no violen¬tos. ¿Por qué no los utilizamos?
La guerra civil concernía principalmente a la unión (unión frente a las diferencias). Hace un millón de años no había naciones en el planeta. No existían tribus. Los seres humanos se dividían en pequeños grupos familiares nómadas de unas cuantas docenas de personas cada uno. Ése era el ho¬rizonte de nuestra identificación, un grupo familiar itineran¬te. Desde entonces se han ampliado nuestros horizontes. De un puñado de cazadores-recolectores a una tribu, una horda, una pequeña ciudad-estado, una nación y ahora inmensas na¬ciones-estado. El individuo medio en la Tierra de hoy debe su lealtad primaria a un grupo de unos 100 millones de personas. Está bastante claro que, si no nos destruimos antes, la unidad de identificación primaria de la mayoría de los seres humanos será, antes de que pase mucho tiempo, el planeta Tierra y la especie humana. Esto suscita una cuestión clave: ¿se ensanchará la unidad fundamental de identificación hasta abarcar el planeta y la especie entera o nos destruiremos an¬tes? Temo que ambas posibilidades estén muy igualadas.
Los horizontes de identificación se ensancharon en este lugar hace 125 años, con un gran coste para el Norte y para el Sur, para negros y para blancos. Aun así, reconocemos como justa la expansión de estos horizontes. Hay ya una necesidad práctica y urgente de trabajar unidos en el control de arma¬mentos, la economía mundial, el medio ambiente global. Está claro que en la actualidad las naciones del mundo sólo pue¬den alzarse y caer juntas. No se trata de que una nación gane algo a expensas de otra. Todos debemos ayudarnos mutua¬mente, o pereceremos juntos.
En ocasiones como ésta es costumbre incluir alguna cita, frases de grandes hombres y mujeres conocidos por todos. Las escuchamos, pero no solemos reflexionar sobre su signi¬ficación. Quiero mencionar una frase, pronunciada por Abraham Lincoln no muy lejos de este lugar: «Con malicia para ninguno, con caridad para todos...» Pensemos en lo que significa. Esto es lo que se espera de nosotros, no ya porque nos obligue nuestra ética o porque lo predique nuestra reli¬gión, sino porque resulta necesario para la supervivencia hu¬mana.
He aquí otra: «Una casa dividida contra sí misma no pue¬de perdurar.» La variaré un tanto: una especie dividida contra sí misma no puede perdurar. Un planeta dividido contra sí mismo no puede perdurar. Hay, por último, un lema conmo¬vedor para inscribir en este cementerio de la Paz de la Luz Eterna, a punto de ser consagrado de nuevo: «Un mundo unido en la búsqueda de la Paz.»
A mi juicio, el auténtico triunfo de Gettysburg no se produjo en 1863, sino en 1913, cuando los veteranos supervi¬vientes, los restos de las fuerzas adversarias, los azules y los grises, se reunieron en la celebración y el recuerdo solemne. Había sido una guerra fratricida, y cuando sobrevino el tiem¬po de recordar, en el quincuagésimo aniversario de la batalla, los supervivientes se abrazaron los unos a los otros sollozan¬do. No pudieron evitarlo.
Es hora de que los emulemos: OTAN y Pacto de Varsovia, tamiles y singaleses, israelíes y palestinos, blancos y negros, tutsis y hutus, estadounidenses y chinos, bosnios y serbios, unionistas y republicanos irlandeses, el mundo de¬sarrollado y el subdesarrollado.
Necesitamos algo más que el sentimentalismo del aniver¬sario y la piedad y el patriotismo de la celebración. Cuando sea necesario, hay que enfrentarse con los criterios conven¬cionales y ponerlos en tela de juicio. Ha llegado la hora de aprender de los que aquí cayeron. Nuestro reto es la reconci¬liación, no después de la carnicería y las muertes masivas, sino en vez de ellas. Ha llegado la hora de que cada uno abra¬ce al otro.


es un extracto del libro miles de millones de carl sagan
 
Por eso dicen que en una guerra es mejor pensar que ya estas muerto y no vivo. Creo que hoy aplica a nuestra forma de vida y es mejor salir o andar pensando en que uno ya esta muerto y no vivo. que significa con esto? salir sin tener panico pues el miedo es natural pero el panico logra cambios en la persona, tener todo en regla y me refiero a lo humano no a lo material, ser buen hijo, buen padre, buen esposo, buen hermano, buena persona en general pues al estar muerto no hay para atras.
Buen material que nos comparte amigo pues aqui habemos quienes padecemos del mismo gusto y solo nosotros nos entendemos. En lo personal debo tener una coleccion de libros y enciclopedias de la 2a guerra mundial que son interesantes cuando son escritas por ambos lados y ver sus puntos de vista enriquece nuestro juicio frente al tema.
 
La arqueología de batallas, siempre me ha impresionado, nos deja conocer un poco de como fueron los últimos instantes de esos hombres, y de como pudieron ver el conflicto
 
Y nomas no aprendemos como especie, seria buena idea poner en un ring a los gobernantes y que ellos decidan a golpes quien es el vencedor, seria por demas interesante ver como un Putin vs un Obama :) :)
 
Excelente post, no se porque al leer el título pensé que era algo relacionado a la situación en Tamaulipas.
 
Muy buena informacion y es para ponerse a pensar de lo que el ser humano es capaz de hacer, destruirse a si mismo, ni hablar ojalá se toquen muchas conciencias...
 
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