EL APRENDIZ
Miembro de la Vieja Guardia
LES COMPARTO OTRA LEYENDA DE SONORA, ES ACERCA DE UNA MINA DE ORO QUE ESTA MALDITA. . . .
TRAS DE LA MALDITA MINA "LA QUINTERA"
JOSE TEHERAN C.
Cuando recuerdo mi temeraria e insolente forma de proceder vuelvo a perder el sueño. Así es como uno por los caminos más extraños puede llegar a la total locura después de conocer el verdadero miedo.
Porque alguien me obligó a buscar la maldita y pérdida mina La Quintera en los solitarios y escabrosos terrenos del desaparecido mundo de Batuc.
¿Por qué no desistí de mi necio intento cuando pude hacerlo, salvándome así de una horrorosa pesadilla que jamás podré olvidar?
Todo comenzó cuando Chito Ahuesta me mostró -hace ya doce años- un antiguo libro cuyos caracteres de la portada todavía podían reconstruirse: Primeros Fundos Mineros en la Opatería. Evaristo López del Real. MDCCLXIII.
En este el autor hablaba de una antiquísima mina ubicada entre las sierras Los Cuervos, Guayacán, Zacatera, Chinota, el Cajón del Carrizo y el Cajoncito de la Colgada. Con estos datos y otros que el autor prensaba a lo largo de la obra, mi amigo Chito Ahuesta pudo prefijar el punto donde podría ubicarse la vieja labor que a decir del texto guardaba extrañas esculturas labradas en las paredes de los túneles. Así como una veta donde el oro reventaba a flor de tierra.
Durante mucho tiempo Chito insistió en que ideáramos el viaje en busca de la mina. Hasta que un día acepte, sin embargo el libro revelaba que la mina y sus alrededores estaban custodiados por una amenaza que no correspondía a hombre, animal o a cosa conocida en la tierra.
Refería también el autor que el mismo había abandonado su búsqueda muy cerca de alcanzar su objetivo por la proximidad de algo que durante las noches emitía ruidos parecidos a gritos y que lo había mantenido constantemente vigilado desde la espesura del monte.
Ni Chito ni yo creímos lo anterior, y una mañana de otoño, con la primera claridad del alba partimos con rumbo a la sierra de Mátape, hacia un lugar encaramado en sus estribaciones conocido con el nombre de Marasobichi, último punto donde dormiríamos antes de escalar las sinuosidades rugosidades de la montaña.
Con dos mulas y un burro aparejado llegamos al punto anteriormente dado. Después de dejarlos sueltos “pa’ que se defiendan mejor” -(indicación hecha por mi amigo)- y una frugal cena nos acostamos. Marasobichi era entonces una pequeña construcción de adobe de un sólo cuarto y techo de troncos de chino, carrizo y tierra.
Esa noche, en lo poco que dormí soñé con formas y animales extraños; enigmáticas figuras y construcciones de varios planos al mismo tiempo; una pesadilla hueca y pegajosa que me internó por parajes solitarios y donde escuchaba horribles gritos, hasta que una mano que sacudía mi hombro me despertó. -Levántate Teherán, ya está el café.
A esa hora, más o menos las cuatro de la mañana ya Chito Ahuesta tenía una gran llamarada en la hormilla y la cafetera siseaba lanzando vapor.
-Primero échate un trago pa’ que te enjuagues la boca -me dijo. Habló pegado a la ventana de adobe, sosteniendo una pequeña brasa cerca de la boca, la taza de peltre sobre el rectángulo todavía oscuro que se abría a la noche de otoño.
-¿No oyes?- habló. -No. ¿Qué? Sin contestar, se mantuvo pegado a los adobes. Tomé un trago de mezcal y me serví café.
Entonces lo oí. Fue como un grito como un lamento lejano entre alarido de mujer, bestia o niño que me heló la sangre.
-Son onzas -dijo calmadamente Chito. Pero hace rato que estoy oyendo y parece que hay algo más que las acompaña: algo que se queda esperando entre la espesura del monte y que no se anima a salir, como si esperara a que estemos descuidados.
Volvimos a escuchar el alarido, esta vez más cerca, Los perros que siempre acompañaban a Chito, comenzaron a ladrar desafiando enloquecidos a la oscuridad. -Vamos a ver mondados –dijo Chito y salió con el treinta en la mano. Antes de perderse en la oscuridad me gritó: -Tú no te salgas deai. Esa fue la última vez que lo vía.
Escuché un disparo a los lejos; después dos que se hicieron eco en los cerros cercanos, trastumbando en las sierras altas, diluyéndose en la claridad que iba llegando. Después, el silencio total. A esa hora y en ese apartado de la sierra, comenzó mi pesadillo. Permanecí encerrado en el pequeño cuarto, atentos mis ojos a la a la ventana que empezaba a aclararse, oyendo a intervalos un especie de murmullo como si algo se arrastrara alrededor de las paredes. El ladrido de uno de los perros se dejaba escuchar a intervalos.
Alto el sol, me anime a salir. Lo primero que vi fue al perro ensangrentado, echado muy cerca de la puerta, gimiendo y lamiéndose dos profundas heridas en uno de sus costados.
De una mochila que habíamos depositado dentro del cuarto saqué una pequeña botella de matagusano cuyo líquido negruzco apliqué a sus heridas; después lo vendé con lo primero que encontré a la mano. Las huellas más extrañas jamás vistas por mí las descubrí después, eran como una especie de figura en triángulo y se encontraban alrededor de todo el cuarto; otras iban hasta el grueso tronco de un opte y desde ahí se devolvió, eran algo que mi razón no podía concebir y que sólo la luz del día hacía que se contuviera mi creciente temor.
Las dos mulas y al burro, así como al otro perro, no los pude encontrar. Durante varias horas anduve gritando a mi amigo por los parajes cercanos sin ningún resultado. Después de medio día y sin comer encontré los rastros en una cañada de paredes rocosas y tupidas de amoles entre las rocas: primero una gran mancha de sangre entre la arena revuelta del zanjón. A medida que me iba internando por el arroyo siguiendo los goterones escarlatas, fui encontrando pedazos de Tela y pelos sanguinolentos que iban acrecentando mi temor.
El perro que me acompañaba, a veces gruñía y mostraba sus colmillos hacia los tupidos breñales de las faldas cercanas. No me di cuenta cuando el sol se retiró de la cañada y la tarde empezó a caer. El perro cada vez más nervioso ladraba con más fuerza y se encaminaba hacia los manchones oscuros de chicura, jecotas y hediondillas.
Fue entonces cuando descubrí el rifle abandonado a un lado de la cañada. Con una creciente ansiedad revisé el arma y comprobé el tiro en la recamara y los otros dos en el cargador; pero también en ese momento entre los ladridos del perro y las sombras de la tarde que se oscurecían escuché el murmurio primero fue una especie de susurro apagado que nació en algún recodo del arroyo arenoso.
Después, un rumor de voces y de ruidos como si una tropelada de jinetes se fuera aproximando. El perro enloquecía y daba vueltas a mí alrededor ladrando sin descanso. Yo me quedé parado en medio del arenal con las piernas engarrotadas por el miedo o el espanto con la vista fija en los chicurales tratando de ver al que al mismo tiempo no quería ver en medio de la tarde que pardeaba.
Entonces vi o creí ver algo que se movió entre las altas ramas. Fue algo enorme y grosero que de pronto agitó la espesa vegetación. Un voluminoso cuerpo o quizá varios que parecían arrastrarse más allá de las endebles ramas que se doblaban crujiendo bajo el peso de lo que avanzaba.
Antes de que me llegara una vaharada pestilente y nauseabunda de algo que transpiraba olor ha muerto. Alcancé a ver varios pares de brazas encendidas que me miraban fijamente. Mientras impíos sonidos ininteligibles salidos de no se que gargantas se confundían y crecían a escasos metros de mi.
De pronto sin saber cómo, me encontré prácticamente volando sobre el arenal sintiendo el peso y la inutilidad del arma que aferraba mi mano. El perro y yo, corrimos cañada abajo enloquecidos, mirando con honor que la tarde oscurecía cada vez más los recodos del apoyo oyendo un rumor como de aguas broncas que casi nos pisaban los talones.
En medio de mi terror de vez en cuando Sentía como si algo tirara de mis cabellos y me obligara a voltear la cara para ver lo que nunca he podido olvidar. Atravesé con el corazón en la boca la tierra abandonada de un Magüechi y antes de llegar a la casa en penumbras de Marasobichi el perro se adelantó ladrando con mayor fuerza hacia el interior oscuro del cuarto.
Me quedé estático, paralizado por el terror, como si una fuerza desconocida me hubiera clavado en el terreno, sin poder apartar la vista del pequeño rectángulo de la ventana y de la oscura puerta abierta. Con algo más que miedo recordé que antes de partir la había cerrado. Antes de emprender la huida llamando desesperadamente al perro reí ver algo que se movía en el interior de la vieja construcción y dos puntos encendidos que se ocultaban tras la pared.
Nunca mas he querido saber nada que se refiera a la maldita Mina custodiada La Nocturna. Nunca más volví a saber nada de Chito Ahuesta.
Ahora, Doce años después, el mismo perro que escapó conmigo, ya viejo me acompaña. En esta pequeña comunidad a la orilla del agua de la presa. Aparentemente todo está tranquilo. Sin embargo a últimas fechas los aullidos lastimeros del viejo perro me despiertan en medio de la noche; después ladra hacia la oscuridad y se queda echado con las orejas tiesas, inquietas y vigilantes.
El y yo apenas dormimos Porque sabemos que no podremos conciliar el sueño mientras sigan apareciendo por los alrededores las mismas repugnantes y siniestras huellas triangulares que una vez, para nuestra desgracia, conocimos. (Publicado en la revista Sonora Mágica número 100 de enero de 1992).
TRAS DE LA MALDITA MINA "LA QUINTERA"
JOSE TEHERAN C.
Cuando recuerdo mi temeraria e insolente forma de proceder vuelvo a perder el sueño. Así es como uno por los caminos más extraños puede llegar a la total locura después de conocer el verdadero miedo.
Porque alguien me obligó a buscar la maldita y pérdida mina La Quintera en los solitarios y escabrosos terrenos del desaparecido mundo de Batuc.
¿Por qué no desistí de mi necio intento cuando pude hacerlo, salvándome así de una horrorosa pesadilla que jamás podré olvidar?
Todo comenzó cuando Chito Ahuesta me mostró -hace ya doce años- un antiguo libro cuyos caracteres de la portada todavía podían reconstruirse: Primeros Fundos Mineros en la Opatería. Evaristo López del Real. MDCCLXIII.
En este el autor hablaba de una antiquísima mina ubicada entre las sierras Los Cuervos, Guayacán, Zacatera, Chinota, el Cajón del Carrizo y el Cajoncito de la Colgada. Con estos datos y otros que el autor prensaba a lo largo de la obra, mi amigo Chito Ahuesta pudo prefijar el punto donde podría ubicarse la vieja labor que a decir del texto guardaba extrañas esculturas labradas en las paredes de los túneles. Así como una veta donde el oro reventaba a flor de tierra.
Durante mucho tiempo Chito insistió en que ideáramos el viaje en busca de la mina. Hasta que un día acepte, sin embargo el libro revelaba que la mina y sus alrededores estaban custodiados por una amenaza que no correspondía a hombre, animal o a cosa conocida en la tierra.
Refería también el autor que el mismo había abandonado su búsqueda muy cerca de alcanzar su objetivo por la proximidad de algo que durante las noches emitía ruidos parecidos a gritos y que lo había mantenido constantemente vigilado desde la espesura del monte.
Ni Chito ni yo creímos lo anterior, y una mañana de otoño, con la primera claridad del alba partimos con rumbo a la sierra de Mátape, hacia un lugar encaramado en sus estribaciones conocido con el nombre de Marasobichi, último punto donde dormiríamos antes de escalar las sinuosidades rugosidades de la montaña.
Con dos mulas y un burro aparejado llegamos al punto anteriormente dado. Después de dejarlos sueltos “pa’ que se defiendan mejor” -(indicación hecha por mi amigo)- y una frugal cena nos acostamos. Marasobichi era entonces una pequeña construcción de adobe de un sólo cuarto y techo de troncos de chino, carrizo y tierra.
Esa noche, en lo poco que dormí soñé con formas y animales extraños; enigmáticas figuras y construcciones de varios planos al mismo tiempo; una pesadilla hueca y pegajosa que me internó por parajes solitarios y donde escuchaba horribles gritos, hasta que una mano que sacudía mi hombro me despertó. -Levántate Teherán, ya está el café.
A esa hora, más o menos las cuatro de la mañana ya Chito Ahuesta tenía una gran llamarada en la hormilla y la cafetera siseaba lanzando vapor.
-Primero échate un trago pa’ que te enjuagues la boca -me dijo. Habló pegado a la ventana de adobe, sosteniendo una pequeña brasa cerca de la boca, la taza de peltre sobre el rectángulo todavía oscuro que se abría a la noche de otoño.
-¿No oyes?- habló. -No. ¿Qué? Sin contestar, se mantuvo pegado a los adobes. Tomé un trago de mezcal y me serví café.
Entonces lo oí. Fue como un grito como un lamento lejano entre alarido de mujer, bestia o niño que me heló la sangre.
-Son onzas -dijo calmadamente Chito. Pero hace rato que estoy oyendo y parece que hay algo más que las acompaña: algo que se queda esperando entre la espesura del monte y que no se anima a salir, como si esperara a que estemos descuidados.
Volvimos a escuchar el alarido, esta vez más cerca, Los perros que siempre acompañaban a Chito, comenzaron a ladrar desafiando enloquecidos a la oscuridad. -Vamos a ver mondados –dijo Chito y salió con el treinta en la mano. Antes de perderse en la oscuridad me gritó: -Tú no te salgas deai. Esa fue la última vez que lo vía.
Escuché un disparo a los lejos; después dos que se hicieron eco en los cerros cercanos, trastumbando en las sierras altas, diluyéndose en la claridad que iba llegando. Después, el silencio total. A esa hora y en ese apartado de la sierra, comenzó mi pesadillo. Permanecí encerrado en el pequeño cuarto, atentos mis ojos a la a la ventana que empezaba a aclararse, oyendo a intervalos un especie de murmullo como si algo se arrastrara alrededor de las paredes. El ladrido de uno de los perros se dejaba escuchar a intervalos.
Alto el sol, me anime a salir. Lo primero que vi fue al perro ensangrentado, echado muy cerca de la puerta, gimiendo y lamiéndose dos profundas heridas en uno de sus costados.
De una mochila que habíamos depositado dentro del cuarto saqué una pequeña botella de matagusano cuyo líquido negruzco apliqué a sus heridas; después lo vendé con lo primero que encontré a la mano. Las huellas más extrañas jamás vistas por mí las descubrí después, eran como una especie de figura en triángulo y se encontraban alrededor de todo el cuarto; otras iban hasta el grueso tronco de un opte y desde ahí se devolvió, eran algo que mi razón no podía concebir y que sólo la luz del día hacía que se contuviera mi creciente temor.
Las dos mulas y al burro, así como al otro perro, no los pude encontrar. Durante varias horas anduve gritando a mi amigo por los parajes cercanos sin ningún resultado. Después de medio día y sin comer encontré los rastros en una cañada de paredes rocosas y tupidas de amoles entre las rocas: primero una gran mancha de sangre entre la arena revuelta del zanjón. A medida que me iba internando por el arroyo siguiendo los goterones escarlatas, fui encontrando pedazos de Tela y pelos sanguinolentos que iban acrecentando mi temor.
El perro que me acompañaba, a veces gruñía y mostraba sus colmillos hacia los tupidos breñales de las faldas cercanas. No me di cuenta cuando el sol se retiró de la cañada y la tarde empezó a caer. El perro cada vez más nervioso ladraba con más fuerza y se encaminaba hacia los manchones oscuros de chicura, jecotas y hediondillas.
Fue entonces cuando descubrí el rifle abandonado a un lado de la cañada. Con una creciente ansiedad revisé el arma y comprobé el tiro en la recamara y los otros dos en el cargador; pero también en ese momento entre los ladridos del perro y las sombras de la tarde que se oscurecían escuché el murmurio primero fue una especie de susurro apagado que nació en algún recodo del arroyo arenoso.
Después, un rumor de voces y de ruidos como si una tropelada de jinetes se fuera aproximando. El perro enloquecía y daba vueltas a mí alrededor ladrando sin descanso. Yo me quedé parado en medio del arenal con las piernas engarrotadas por el miedo o el espanto con la vista fija en los chicurales tratando de ver al que al mismo tiempo no quería ver en medio de la tarde que pardeaba.
Entonces vi o creí ver algo que se movió entre las altas ramas. Fue algo enorme y grosero que de pronto agitó la espesa vegetación. Un voluminoso cuerpo o quizá varios que parecían arrastrarse más allá de las endebles ramas que se doblaban crujiendo bajo el peso de lo que avanzaba.
Antes de que me llegara una vaharada pestilente y nauseabunda de algo que transpiraba olor ha muerto. Alcancé a ver varios pares de brazas encendidas que me miraban fijamente. Mientras impíos sonidos ininteligibles salidos de no se que gargantas se confundían y crecían a escasos metros de mi.
De pronto sin saber cómo, me encontré prácticamente volando sobre el arenal sintiendo el peso y la inutilidad del arma que aferraba mi mano. El perro y yo, corrimos cañada abajo enloquecidos, mirando con honor que la tarde oscurecía cada vez más los recodos del apoyo oyendo un rumor como de aguas broncas que casi nos pisaban los talones.
En medio de mi terror de vez en cuando Sentía como si algo tirara de mis cabellos y me obligara a voltear la cara para ver lo que nunca he podido olvidar. Atravesé con el corazón en la boca la tierra abandonada de un Magüechi y antes de llegar a la casa en penumbras de Marasobichi el perro se adelantó ladrando con mayor fuerza hacia el interior oscuro del cuarto.
Me quedé estático, paralizado por el terror, como si una fuerza desconocida me hubiera clavado en el terreno, sin poder apartar la vista del pequeño rectángulo de la ventana y de la oscura puerta abierta. Con algo más que miedo recordé que antes de partir la había cerrado. Antes de emprender la huida llamando desesperadamente al perro reí ver algo que se movía en el interior de la vieja construcción y dos puntos encendidos que se ocultaban tras la pared.
Nunca mas he querido saber nada que se refiera a la maldita Mina custodiada La Nocturna. Nunca más volví a saber nada de Chito Ahuesta.
Ahora, Doce años después, el mismo perro que escapó conmigo, ya viejo me acompaña. En esta pequeña comunidad a la orilla del agua de la presa. Aparentemente todo está tranquilo. Sin embargo a últimas fechas los aullidos lastimeros del viejo perro me despiertan en medio de la noche; después ladra hacia la oscuridad y se queda echado con las orejas tiesas, inquietas y vigilantes.
El y yo apenas dormimos Porque sabemos que no podremos conciliar el sueño mientras sigan apareciendo por los alrededores las mismas repugnantes y siniestras huellas triangulares que una vez, para nuestra desgracia, conocimos. (Publicado en la revista Sonora Mágica número 100 de enero de 1992).