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Escritores de la Revolución Mexicana.

ROAN

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21 May 2008
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Puebla
Escritores de la Revolución Mexicana.

Esta es una humilde participación de mi persona, habrá compañeros que enriquezcan con sus conocimientos este post.:patriota:

Mariano Azuela (Lagos, Jal.,1873-México,1952).
-Andres Pérez,Maderista (1911).
-Los de abajo (1915).
-Los Caciques (1917).
-La malhora (1923).

Martín Luis Guzmán (Chihuahua 1887-Ciudad de México 1976)
- El águila y la serpiente (1928).
- La sombra del caudillo (1929).
- Memorias de Pancho Villa (1938).

Rafael F. Muñoz. (Chihuahua,1899-México, D. F., 1972)
- Vámonos con Pancho Villa (1931)
- Se llevaron el cañon para Bachimba (1931)
- Si me han de matar mañana (1934).

Francisco L. Urquizo (San Pedro,Coah.,1891 1969)
- México Tlaxcalaltongo (1932).
- Tropa vieja (1943).
- Fui soldado de levita de ésos de Caballería (1967)

Mañana continuo la lista...
Biobliografia: Max Aub, "Guía de narradores de la Revolución Mexicana".
Editorial: FONDO DE CULTURA ECONOMICA.
 
Esta es una humilde participación de mi persona, habrá compañeros que enriquezcan con sus conocimientos este post.:patriota:

Mariano Azuela (Lagos, Jal.,1873-México,1952).
-Andres Pérez,Maderista (1911).
-Los de abajo (1915).
-Los Caciques (1917).
-La malhora (1923).

Martín Luis Guzmán (Chihuahua 1887-Ciudad de México 1976)
- El águila y la serpiente (1928).
- La sombra del caudillo (1929).
- Memorias de Pancho Villa (1938).

Rafael F. Muñoz. (Chihuahua,1899-México, D. F., 1972)
- Vámonos con Pancho Villa (1931)
- Se llevaron el cañon para Bachimba (1931)
- Si me han de matar mañana (1934).

Francisco L. Urquizo (San Pedro,Coah.,1891 1969)
- México Tlaxcalaltongo (1932).
- Tropa vieja (1943).
- Fui soldado de levita de ésos de Caballería (1967)

Mañana continuo la lista...
Biobliografia: Max Aub, "Guía de narradores de la Revolución Mexicana".
Editorial: FONDO DE CULTURA ECONOMICA.

Yo he leido de los que menciona a Martín Luis Guzmán y a Rafael F. Muñoz. Del primero tengo dos libros, el aguila y la serpiente y la sombra del caudillo. Del segundo autor tengo uno que se llama ¡Vamonos con pancho villa!.

Como los leí de menos hace 5 años ya no recuerdo muy bien con detalle. Lo que recuerdo es que del libro de el aguila y la serpiente hay un cuento muy famoso que se llama "La fiesta de las balas" donde el protagonista es el Gra. Rodolfo Fierro "La mano dura y cruel del villismo". En otro post les pongo este famoso cuento.

"El de vamonos con pancho villa" es un muy buen libro, en lo particular recuerdo la parte donde hablan de la invasión a Columbus Nuevo México. Se las pondre tambien más adelante.

Saludos
 
EL AGUILA Y LA SERPIENTE ( fragmento )


La fiesta de las balas

Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba yo en Ciudad Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad, o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia.
Porque, ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro -y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban infinitamente entre sí- que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa? Verlo así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad cuya huella se conservaba para siempre.

* * *

Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte los voluntarios orozquisas a quienes llamaban colorados; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba benigno con los otros. A los colorados se les pasaría por las armas antes de que oscureciese; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a sus casas mediante la promesa de no volver a hacer armas contra la causa constitucionalista.

Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó desde luego la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de Villa, o, según decía él: de "su jefe".
Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido objetivo de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro -a quien nunca detuvo nada ni nadie- no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Cabalgó en su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, sucio por el polvo de la batalla, rozaba el borde del sarape gris. Iba al paso. El viento le daba de lleno en la cara, mas él no trataba de evitarlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegos del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro se sentía feliz: lo embargaba el placer de la victoria -de la victoria, en que nunca creía hasta consumarse la completa derrota del enemigo-, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol -sol un tanto desvaído, sol prematuramente envuelto en tormentosos y encendidos fulgores.
Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Por su aspecto, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor militar -y en su valer- y sintió una pulsación rara, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo, la palma de esa mano fue a posarse en las cachas de la pistola.
-Batalla, ésta -pensó.
Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa -guardia incomprensible después de la excitación del combate- que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno.
Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de las cercas, sin soltar la brida. Pasó ésta, para dejar sujeto el caballo, por entre la juntura de dos tablas. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó a poca distancia de los prisioneros.

Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las cercas. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus mitasas brillaba en la luz del atardecer.
A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la cerca más próxima a Fierro. Este caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y el oficial, seguro de las órdenes, partió al galope hacia donde estaban los prisioneros.
Entonces tornó Fierro al centro del corral, atento otra vez al estudio de la disposición de la cercas y demás detalles. Aquel corral era el más amplio de los tres y, según parecía, el primero en orden -el primero con relación al pueblo-. Tenía en dos de sus lados sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas -por mayor uso- que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato, y el lado último no era una simple cerca de tablas, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre el cobertizo y la cerca del corral próximo venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón, el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban dos palos toscos, terminados en horqueta, sobre los cuales se atravesaba otro más, y desde éste pendía una garrucha con cadena, que sonaba también movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas, un pájaro grande, inmóvil, blanquecino, se confundía con las puntas torcidas del palo seco.
Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la quieta figura del pájaro, y, como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo -seco y diminuto en la inmensidad de la tarde- y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.

En aquel momento un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde estaba su amo. Fierro le preguntó, sin volver la cara:
-¿Qué hubo con ésos? Si no vienen pronto, se hará tarde.
-Parece que ya vienen "ai" -contestó el asistente.
-Entonces, tú ponte allí. A ver, ¿qué pistola traes?
La que usted me dio, mi jefe. La mitigüeson.
-Dácala pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que tienes?.
-Unas quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no.
-¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.
-No, mi jefe.
-No mi jefe, qué.
-Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.
-Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que te voy a decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los colorados, te acuesto con ellos.
-¡Ah, qué mi jefe!
-Como lo oyes.
El asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno a uno los tiros que traía en las cananas de la cintura. Quería hacerlo tan de prisa, que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se le embrollaban.
-¡Ah, qué mi jefe! -seguía pensando para sí.
Mientras tanto, tras de la cerca que limitaba el segundo corral fueron apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo, medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes.
Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del corral: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos.

* * *
 
* * *

El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo y dijo:
-Ya tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?
Respondío Fierro:
-Sí, pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.

Volvióse el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo alerta, fijos los ojos en el estrecho espacio por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado bastante próximo a la valla divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los colorados que todavía estuviesen del lado de allá: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubriesen, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro, el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.
En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces -voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado-. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de enmedio a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Se oía gritar a la gente de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde como chasquido en la punta de un latigazo.
De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio, un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas.
-¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usté p'allá, traidor!
Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos.
Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase -frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:
-¡Andenles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!
Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia: loca carrera que a ellos les parecería como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo -en menos de diez segundos, Fierro disparó ocho veces-, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que por un extraño capricho separaban en ese momento la región de la vida de la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de vida; los soldados, desde su sitio, tiraron sobre ellos para rematarlos.
Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las tres pistolas de Fierro -dos suyas, la otra de su asistente- se turnaban en la mano homicida con ritmo perfecto. Cada una disparaba seis veces -seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir- y caía después encima de la frazada. El asistente hacía saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían: toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía entre las manos y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones le ocupaban lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en los orificios del cilindro y el contacto de la epidermis lisa y cálida del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su jefe se entregaba al deleite de hacer blanco.

El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora -fuga de la muerte en una sinfonía espantosa, donde la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir luchaban como temas reales- duró cerca de dos horas, irreal, engañoso, implacable. Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos móviles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía.
Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer heridos por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda de tierra, pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.
Hubo un momento en que la ejecución en masa se envolvió en un clamor tumultuoso donde descollaban los chasquidos secos de los disparos, opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y morían al cabo; de otro, los que se defendían del empuje de los jinetes y hacían por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y otros se sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las cercas. Ellos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana, donde advertían el menor indicio de vida.
El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los doce salieron al corral de la muerte atropellándose entre sí, procurando cada uno cubrirse con el grupo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la horrible carrera. Para avanzar hacían corcovos sobre los cadáveres hacinados; pero la bala no erraba por eso: con precisión siniestra iba tocándolos uno tras otro y los dejaba a medio camino de la tapia -abiertos brazos y piernas- abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Uno de ellos, sin embargo, el último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla... El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral inmediato para ver al fugitivo.
Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura medio en la sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el cuerpo al correr, que por momentos se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo.
Un soldado apuntó:
-Se ve mal -dijo, y disparó.
La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera.

* * *


Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, lo tuvo largo tiempo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente; lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así estuvo, durante buen espacio de tiempo, entregado todo él a la dulzura de un masaje moroso. Por fin, se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había desembarazado desde los preliminares de la ejecución. Se lo echó sobre los hombros y caminó para acogerse al socaire del cobertizo. A los pocos pasos se detuvo y dijo al asistente:
-Así que acabes, tráete los caballos.
Y siguió andando.
El asistente juntaba los cartuchos quemados. En el corral contiguo, los soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo.
Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar con paso débil, y así fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, y de allá regresó a poco trayendo de la brida los caballos -el de su amo y el suyo-, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.
Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba en la oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento.
-Desensilla y tiéndeme la cama -ordenó Fierro-; no aguanto el cansancio.
-¿Aquí en este corral, mi jefe?...¿Aquí?...
-Sí, aquí.
Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de cabezal. Minutos después de tenderse allí, Fierro se quedó dormido.
El asistente encendió su linterna, dio grano a los animales y dispuso lo necesario para que pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada y se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se incorporó de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja.
 
* * *

Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los objetos: con todos, menos con los montones de cadáveres. Estos se hacinaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles.
El azul plata de la noche se derramaba sobre los muertos como la más pura luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda, pero clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar:
-Ay...
Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de nuevo:
-Ay... Ay...

Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero la voz tornó:
-Ay... Ay... Ay...
Y este último ay llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que la conciencia del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros, y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma.

-Ay... Por favor...
Fierro se agitó en su cama...
-Por favor... agua...
Fierro despertó y prestó oído...
-Por favor... agua...
Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente.
-¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.
-¿Mi jefe?
-¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir!
-¿Un tiro a quién, mi jefe?
-A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?
-Agua, por favor -repetía la voz.
El asistente tomó la pistola de debajo de la montura y, empuñándola, se levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno como mareo del alma lo embargaba.
A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz.
La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre, Fierro dormía.

El águila y la serpiente

MARTIN LUIS GUZMAN
 
John reed.
-un reportero en la bola.

Alfonso taracena
-historia de la revolucion mexicana

heriberto frias
-tomochic.
 
J.A. Espejo R Adelita la Norte#a la Tragedia de Sta Cruz y otros cuentos, tradiciones y relatos anecdoticos de Chihuahua

Francisco R. Almada Diccionario Chihuahuense y muchos Mas
 
Gracias por contestar...

PL: es mi novela favorita "El aguila y la serpiente" y el capitulo la fiesta de las balas es algo que me marco como lector. :couch:
Saludos y gracias. :cheers:
 
Heriberto Frias - tomochic

John reed.
-un reportero en la bola.

Alfonso taracena
-historia de la revolucion mexicana

heriberto frias
-tomochic.

David df si puedes subir información acerca de la novela de Heriberto Frias sabriamos de un capitulo muy tragico de la historia de México. :patriota:
Saludos y gracias. :cheers:
 
pues mira

David df si puedes subir información acerca de la novela de Heriberto Frias sabriamos de un capitulo muy tragico de la historia de México. :patriota:
Saludos y gracias. :cheers:

voy a buscar el libro, debe estar en casa de mi apa. con gusto aportare sobre el tema.

saludos.
 
también

Francico L. Urquizo
-memorias de campañana.

luego comento del libro de heriberto frias. saludos.
 
Roberto Blanco Moheno Historia de la Rev. Mex
Freidrich Katz Pancho Villa
Juan Bautista Vargas Arriola A sangre y fuego con Pancho Villa
Bruno Traven El General
Florence Y Robert Lister Chihuahua Almacen de Tempestades


escapa a mi memoria el autor del libro ocho mil kilometros en Campa#a que narra la historia militar de Alvaro Obregon
Silvestre Terrazas el verdadero Pancho Villa
Alberto Calzadiaz Villa contra todo
Federico Cervantes Felipe Angeles
Nellie Campobello Apuntes sobre la vida militar de Pancho Villa
Charles Curtis Cumberland Mexicazn Revolution
 
PL: es mi novela favorita "El aguila y la serpiente" y el capitulo la fiesta de las balas es algo que me marco como lector. :couch:
Saludos y gracias. :cheers:

Sr. no se si ha leido el de "Vamonos con Pancho Villa" de Rafael F. Muñoz. Es un librazo tambien. Se lo recomiendo

Saludos
 
escapa a mi memoria el autor del libro ocho mil kilometros en Campa#a que
fue el mismo obregón quien lo escribio.
 
No lo he leido...

Sr. no se si ha leido el de "Vamonos con Pancho Villa" de Rafael F. Muñoz. Es un librazo tambien. Se lo recomiendo

Saludos

No lo he leido voy a buscarlo el las librerias,ya lo quiero leer.
Saludos:50cal:
 
Tomóchic.

Los tomochitecos o tomoches ,en su mayoría criollos y mestizos dedicados a las faenas agrícolas ,vivían ,al estar alejados de los centros urbanos ,bajo sus propias reglas su particular forma de autoridad ,sus propias creencias entre cristianas y paganas y ,sobre todo ,la libertad a que el propio medio geográfico los había acostumbrado. Del poder centralista no podían esperar ayuda alguna aunque éste sí pretendía de ellos el cumplimiento de sus deberes. Fue la autoridad local la que ,debido a sus pretensiones autoritarias y exigencias ,originó los primeros brotes de descontento entre los temoches.
La obsesión de un funcionario menor por satisfacer un capricho del gobernador que insistía en poseer un cuadro que pertenecía a la comunidad de Tomóchic ;los abusos que cometió la autoridad militar ,la amenaza que se hizo de incorporar a los jóvenes tomoches a servir forzadamente en el ejército ;todo esto hizo que Tomóchic ,bajo las órdenes de Cruz Chávez ,se levantara en armas .El gobierno ,en lugar de renunciar a sus absurdas pretensiones ,decidió demostrar su fuerza enviando un regimiento militar que fue derrotado por un grupo decididamente inferior en hombres y armamento -los tomoches no pasaban de 300 habitantes .Responde el gobierno a esta derrota enviando una fuerza de más de mil hombres que habrían ,luego de varias escaramuzas y actos heroicos ,de masacrar a los tomoches incendiando al pueblo y fusilando a los escasos sobrevivientes .no obstante esta inútil demostración de poderío por parte de la autoridad ,la lucha rebelde continuó en los alrrededores terminando tres años después
al presentar su rendición Santana Pérez ,y con él levantamientodel pueblo de temósachic.

HERIBERTO FRÍAS "TOMÓCHIC"

BIBLIOTECA DE CLASICOS MEXICANOS
SEP/PROMEXA.
 
Aportemos sobre la Revolución,lo que nos dejo culturalmente ,ahora que viene el aniversario
de la Revolución Mexicana que no quede en el olvido,libros,musica,peliculas,fotografias.
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