La comida en la vida cotidiana
La comida en la vida cotidiana
Carne de res, jamón, pollo, col, ejotes un poco de cilantro y perejil, son algunos de los ingredientes que conformaban el imperdible cocido que se preparaba en las casas aristócratas del siglo XIX.
Averigua como eran las cocinas de las clases acomodadas de aquella época y los variados platillos que se preparaban en ellas.
La comida en las grandes ciudades
Debido a su buena posición geográfica y económica, las ciudades en el siglo XIX estaban siempre bien surtidas de productos de los alrededores, o de alimentos comerciales traídos de muy lejos. Si se tenían los recursos suficientes, cualquier casa mexicana podía disfrutar de una de las cocinas más variadas del mundo. Si no era así, existía una amplía gama de alimentos nutritivos, sabrosos y lo suficientemente baratos como para que cualquiera los pudiera adquirir. Aún así, la clase social determinaba cómo y qué se comía en la vida cotidiana. Mientras la aristocracia criolla mantenía en su casa una sólida tradición gastronómica e incorporaba a ella novedades extranjeras, los cada vez más numerosos mestizos disfrutaban de una comida barata y nutritiva, y la gran mayoría indígena conservaba una dieta que apenas les aseguraba la subsistencia cotidiana y en ocasiones un poco de goce.
Hacia finales del siglo XVIII, todas las grandes casas citadinas tenían una cocina y un comedor separados. En la cocina, muchas veces de grandes dimensiones, los sirvientes pasaban gran parte del día y hacían su vida social con el aguador, los mozos de las tiendas, los cocheros de los visitantes y la servidumbre de las casas vecinas. Junto al fogón, el pretil, la alacena, la pared con sus platos y tazas colgadas y una larga mesa, se urdían y deshacían los chismes que amenazaban tantas famas. Allí las hijas de familia aprendían el arte de cocinar, cuyo conocimiento era una virtud muy importante para conseguir un buen esposo. La señora de la casa hacía frecuentes visitas a la cocina para supervisar las tareas del día, que eran muchas, pues se seguía la costumbre heredada de tiempos coloniales de comer cuatro o cinco veces al día. La cocina siempre estaba rebosante de actividad.
Mujer moliendo en metate. Rafaelita, lecturas para niñas, 1906
Ya en el siglo XIX, el comedor era, junto con la sala, una habitación dedicada a las visitas en las casas pudientes mexicanas, y muchas veces se ostentaba en él la riqueza de la familia: vajillas de plata, copas de cristal y costosos adornos, que se exhibían alrededor de la gran mesa en muebles dedicados a ello, y daban a la misma comida un toque de suntuosidad.
La comida era sin duda la principal actividad doméstica y se encargaba de ella la señor de la casa. Era raro encontrar, aun en las casas más encopetadas, a un cocinero o cocinera profesional, pese a que en muchos casos la servidumbre era muy numerosa. En las mejores cocinas domésticas de la época, el personal se reducía a una cocinera no profesional y a una o dos galopinas que la ayudaban. Desde la década de los treinta arribaron a México chefs franceses, italianos y chinos, y ofrecieron sus servicios en las casas más ricas, pero solían pedir sueldos muy altos y sus platillos no agradaban siempre al señor de la casa. Por ello terminaron cocinando en los restaurantes de postín.
Los libros de cocina que comenzaron a editarse en nuestro país a partir de 1827 fueron un auxiliar de las amas de casa. En ellos se consignaban recetas nuevas y tradicionales, así como consejos prácticos para llevar el hogar que cada ama de casa seguía a discreción. Las mujeres de las clases altas de la sociedad, las únicas que sabían leer y escribir, eran las que consultaban estos recetarios. Sin embargo, existían también recetarios privados, con platillos muy distintos de los que aconsejaban los libros de cocina. En los libros de cocina predominaba la cocina dominguera, la que se hacía para banquetes en ocasiones muy especiales. Había en ellos gran cantidad de recetas novedosas, casi todas de origen francés, que casi no se cocinaban en una casa regularmente. Sin embargo, en los recetarios privados se consignaba la comida común, la que poblaba los desayunos y las comidas: muchas variedades de sopas de tortilla, platos hechos con restos de pan y asados, huevos en muchísimas presentaciones, salsas y mayonesas, enchiladas, tamales, guisados de pollo, carne y vísceras, moles y chiles rellenos, arroces y una multitud de postres en los que abundaban huevos, azúcar, miel, harinas y almendras. Ya a finales del Porfiriato, estos mismos recetarios llevaban algunos platos de allende el mar que habían comenzado a popularizarse dentro de las casas mexicanas, como las pastas de harina de trigo.
Quizá la característica más notable de la comida en una casa rica mexicana era su abundancia excepcional. Según un empresario alemán avecindado en Veracruz, Carl Christian Sartorius, los residentes de las grandes casas aristocráticas de la primera mitad del siglo XIX, “a las ocho de la mañana toman una tacita de chocolate con pan de dulce, pero la familia no se une para este refrigerio. A las diez hay un desayuno caliente: carne asada o estofada, huevos y el plato de frijoles que nunca falta; éstos se cuecen primero y después se fríen con manteca y cebolla. A las tres de la tarde se sirve la comida, que consta de ciertos platillos, siempre los mismos: primero una taza de caldo delgado, luego sopa, de arroz, pasta o una especie de budín o torta cocido en caldo hasta que el líquido se evapora totalmente y muy sazonado con tomates. La olla es el tercer platillo y se sirve en todas las mesas; se prepara con carne de res, carnero, un poco de puerco, jamón, gallina o pollo, pequeños chorizos, col, ejotes, nabos, peras, plátanos, cebollas, apio, un poco de cilantro y perejil, todo cocido al mismo tiempo. Las verduras se llevan a la mesa en un platón, la carne en otro y cada persona se sirve a su gusto. Después de la olla, algunos principios, especialmente guisados con caldo de carne o de pescado, de sabor fuerte; luego un postre y finalmente dulces cubiertos. Rara vez se bebe vino en la mesa, pero al terminar las golosinas todos toman un vaso grande de agua.
La mayoría de los criollos disfruta de una siesta después de la comida y a las seis de la tarde, del chocolate; y en verano nieve o gelatinas de frutas con agua. La cena es generalmente a las diez de la noche, consistiendo en carne asada, ensalada, frijoles y un postre. Inmediatamente después de la cena la familia se va a la cama.”
Hacia 1850, no existía influencia europea en la comida cotidiana y la tradición española se conservaba en los horarios y la abundancia de los alimentos. Era muy común la repetición de platillos: los frijoles cocidos o refritos acompañaban necesariamente el almuerzo, la comida y la cena. En la comida no podía faltar el cocido, olla podrida o puchero, pero su elaboración era mucho mas complicada que la actual, pues llevaba varios tipo de carne, numerosas verduras y hasta frutas. El cocido era el plato de consumo cotidiano más común en las casas de las clases medias y altas, aunque en las primeras su preparación era mucho menos sofisticada. Guillermo Prieto recordaba a décadas de distancia cuando era sólo un estudiante y uno de los máximos placeres culinarios accesibles para él era un buen puchero: “La olla podrida era la insurrección del comestible, el fandango y el cataclismo gastronómico, dentro de una olla, de las producciones todas de la naturaleza.
Encerrábanse en conjunto carnes de carnero, ternera, caldo, liebre, pollo, espaldilla y lengua, mollejas y patas; en este campo de agramante se embutían coles y nabos, se introducían garbanzos, se escurrían habichuelas, se imponían las zanahorias, campeaba el jamón y verificaban invasiones tremendas chayotes y peras, plátanos y manzanas en tumultuosa confusión.
La olla podrida se apartaba en dos grandes platones para servirse; uno de los platones contenían carnes, jamones y espaldillas, patitas y sesos, el otro la verdura con todos sus accidentes, y entre los platones, enormes y profundas salseras de jitomates con tornachiles, cebollas y aguacates y salsas de chile solo o con queso, y aceite de comer de Tacubaya o los Morales.
El plato de olla podrida podría constituir por sí solo un banquete y un gastrónomo no experto habría necesitado un manual o guía para penetrar en aquel laberinto sorprendente.
La llenura, el hartazgo, la beatitud de la boa se encontraban de primera en ese plato privilegiado.”
Es también muy notable el gusto que las clases altas mexicanas ¬ ¬¬¬¬¬¬-al igual que las medias- tenían por los postres; esta afición por los dulces se reflejaba en su gran cantidad y complejidad, así como en la frecuencia con que se consumían. Ocupaban un lugar privilegiado en los libros de cocina y los recetarios privados, lo que da una idea de su importancia en cualquier ocasión. La exuberante mezcla de frutas americanas con ingredientes europeos daba pie a numerosísimas recetas de postres mexicanos. Casi todas contenían cantidades de harina, manteca o huevo que nuestro gusto actual encontraría pesadas, a diferencia de los mexicanos de entonces. Para ellos, los postres eran comunes en el almuerzo, obligatorios en la comida o al recibir visitas y poco frecuentes en la merienda o cena.
“Lo espléndido –insistía Guillermo Prieto-, lo musical y lo poético son los postres: los encoletados voluptuosos, la cocada avasalladora, los cubiletes y huevos reales, los xoconostles rellenos de coco ¡el éxtasis! ¡la felicidad suprema! Frutas, zapote batido con canela y vino, garapiña, etcétera, etcétera. Después de dar las gracias y levantar los manteles se sirve salvia, muicle, cedrón o agua de yerbabuena para asentar el estómago.”
Es curiosa la popularidad del chocolate: en la mañana, al despertar, reanimaba a todos para el inicio de la jornada; durante el almuerzo había quien tomaba una o dos tazas, otra después de la siesta, otra más durante la merienda y la última del día antes de irse a acostar. Por ello un viajero francés decía: “aquí empieza y acaba el día con una taza de chocolate”. De todos los pretextos para tomar chocolate que se presentaban durante el día, eran el desayuno, la merienda y la cena las ocasiones en que se le requería más, aun entre las capas más pobres de la sociedad. Para las clases más acomodadas, el chocolate era el principal protagonista de la merienda de media tarde, y lo acompañaban frecuentemente de bizcochos o cualquier otro plato dulce.
Fuente:
Martín González de la Vara,
Tiempos de guerra, quinto volumen de la serie La cocina mexicana a través de los siglos, 1997, Ed. Clío y Fundación Herdez, A.C., Págs. 30-35
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